El águila sobrevoló el desierto y blandió sus alas formando un arco enorme que por unos segundos manchó con una sombra al sol que resplandecía en lo alto. Fue un silencio. Un momento en que el mundo se detuvo.
Sólo latía el contorno de las dunas a lo lejos. El curioso efecto lo producía el choque entre las distintas tensiones calóricas del suelo arenoso y el aire cargado. El resto permanecía inmóvil.
Un pequeño escorpión luchaba por volver a la normalidad ante su presa: un huidizo gusano, cuyas patas ahora eran garfios secos.
Detrás del paisaje muerto, un hombre caminaba enterrando sus botas en la arena. Sonreía. Había reparado en que el mundo confabulaba para que él pudiese fotografiar sin problemas al escorpión cascarudo, una especie que se creía extinta. El hombre se llamaba Ahmed.
En el punto donde confluyen las dunas, hay un pequeño arroyo de escasa extensión, pero muy valioso por su gran profundidad. El pequeño pez había aprendido el arte del escape casi sin saberlo. Hasta la detención del mundo, su vida debería haber terminado en fauces ajenas por lo menos unas tres veces. Esta última, había sido el escape perfecto; su perseguidor era una víbora de río, conocida por su velocidad en las aguas, pero también por su escasa visión en las profundidades, por lo que el pez había aprovechado una incursión profunda para mimetizarse entre las algas del fondo. Lo que nuestro pez nunca supo, es que cuando el mundo tenía movimiento otro ser había estado observándolo muy detenidamente, hasta el punto de memorizar cada uno de sus movimientos.
Ahmed levantó sus binoculares e hizo foco en la enorme águila que permanecía estática en los cielos, su vista no se dificultaba debido a que el águila se interponía levemente entre él y el sol. Bajó los prismáticos y apunto con su cámara de fotos, pero antes de accionarla un golpe estalló en su corazón: había notado que el mundo estaba muerto. Ni siquiera una buena fotografía justificaba la muerte del mundo.
Una brisa había levantado y fue el comienzo. El mundo volvió a girar y el movimiento restituyó la normalidad perdida. Ahmed intentaba inútilmente escalar por las paredes del pozo, pero caía una vez más; la arena seca no permitía aferrarse. Miró hacia arriba casi resignado a morir allí: un águila surcó el cielo. Pudo verla a través del círculo que formaba su trampa en lo alto. No había posibilidad alguna de escapar de allí.
Una criatura parecida a un pulpo pequeño divisaba a su presa justo en el momento en que el águila irrumpió chocando la superficie del agua y tomando al pez con sus garras; se lo llevó como quien se lleva la sortija en un carrusel.
El pez aún estaba muy vivo, y luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de las garras del águila, que lo transportaba hacia las alturas. No había tiempo, un poco más de presión y su cuerpo débil se vería totalmente desgarrado. El ave lo llevaba directamente hacia el sol.
Un par de prismáticos enterrados en la arena habían salvado a aquel gusano de caer víctima de un escorpión. El arácnido lo había inmovilizado con sus pinzas, pero su aguijón ya no servía, pues había sido utilizado con anterioridad, y en su desesperación, el gusano había dado con el objeto enterrado, estorbando al escorpión y obligándolo a soltar las mordazas. Ahora el horrible gusano caminaba apurado levantando una imperceptible estela de arena a su alrededor, y el escorpión maldecía en silencio haber mal gastado su veneno tan preciado.
En un sitio oscuro de su conocimiento, el águila se dio cuenta de que si pasaba frente al sol el mundo volvería a detenerse, y no podía darse el lujo de que eso suceda: el alimento en el desierto escaseaba y sus pichones gritaban hambrientos en algún punto del desierto. Pero no todo puede caber en la palma de un niño; la distracción le costó muy caro al águila. Fue un segundo inexplicable. El pez caía a toda velocidad. ¡Lo había soltado!
La criatura del río retrocedió y se ocultó en una cueva oscura. Desde allí observaba el comportamiento del río y el de los seres que allí vivían. Tenía muchos ojos que eran espejos; por allí, como si fuesen fraccionadas por el tiempo, pasaban las imágenes de todos los seres del desierto. Allí mismo, en alguna secuencia del infinito, detrás de esas pupilas sin fondo, se reflejaba la eternidad; un escorpión de arena resplandecía. La criatura sabía que la historia iba a cambiar en cualquier momento, y enfocó la retina en el escorpión, que caminaba en una rueda de tiempo, atrapado, para volver a morir.
Para su fortuna, el pez fue a caer justo en un pozo. Allí estaba ahmed que no pudo más que sorprenderse ante el suceso. Esa bola gris acuosa que había caído junto a él era un pequeño pez, y estaba muy lastimado. No sobreviviría, de eso estaba seguro. Pensó en matarlo rápidamente para concluir con su sufrimiento, pero no lo hizo; en cambio lo dejó en un rincón.
El gusano, ávido de felicidad ante la posibilidad de vida que se le ha presentado, llega arrastrándose hasta un gran árbol y muy lentamente empieza a subir por su corteza. Su ritmo es lento, pero constante. No tardará mucho tiempo en llegar hasta una de las ramas más altas que alberga al nido.
Ahmed repara que está enfermo de muerte. Algo se le ha introducido en su sangre, lo siente. Siente a los navegantes alimentarse de sus células. Se sienta y queda así postrado varios minutos, observando, casi como un consuelo, la lenta agonía y el sufrimiento desgarrador del pez, que lucha inútilmente por rasguñar segundos más de vida. Ambos están igual, porque la enfermedad de Ahmed también avanzaba terriblemente. Ya no podía mantenerse en pie. Sólo había una diferencia en aquellos dos seres próximos a la muerte: Ahmed se estaba pudriendo y muriendo por dentro y el pez lo hacía por fuera. ¿Qué veneno se habrá introducido en el cuerpo de Ahmed? Él cree que la respuesta está en alguna parte del mundo.
El pobre águila ha quedado atrapada en un círculo infinito de tiempo, dando vueltas alrededor del pozo infinitas veces. Ya nada podrá cambiar. “Tal vez si lograra volver a poner sombra sobre el sol…”, piensa.
En el final, Ahmed camina por la arena y se encuentra ante un pozo; allí dentro está él muriendo y convirtiéndose en polvo del desierto, en eternidad. Está demasiado ensimismado para …
Sabía que el gusano ya no sería su víctima, tenía que atacar al hombre… y así lo hizo. Clavó todo su aguijón en el pie humano e inyectó todo su veneno, a pesar de que sabía que esto le provocaría a él mismo la muerte.
… reparar en que el escorpión lo mataría. Sólo sintió un agudo pinchazo, y luego calor. Mucho calor.
El pez no podría morir, deberá cargar con la peor mochila: el tiempo y su muerte. Tardaría años en volver a encontrar esa secuencia y poder morir como quisiera; entre tanto, la rueda seguiría girando como una ruleta.
Al llegar a la cima de la rama, el gusano encuentra a los pichones del águila gritando desesperados con sus picos como bocas hambrientas. Es su oportunidad de perdurar. Inyecta el terror en los cuerpitos apenas desarrollados de los pichones, que no parecen inmutarse. Llevarán el terror hasta sus últimos días.
El águila resigna la vida de sus pichones y desaparece para siempre. El mundo jamás volverá a detenerse sin su sombra.