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domingo, 11 de diciembre de 2011

El tiempo y la muerte



El águila sobrevoló el desierto y blandió sus alas formando un arco enorme que por unos segundos manchó con una sombra al sol que resplandecía en lo alto. Fue un silencio. Un momento en que el mundo se detuvo.
Sólo latía el contorno de las dunas a lo lejos. El curioso efecto lo producía el choque entre las distintas tensiones calóricas del suelo arenoso y el aire cargado. El resto permanecía inmóvil.
Un pequeño escorpión luchaba por volver a la normalidad ante su presa: un huidizo gusano, cuyas patas ahora eran garfios secos.
Detrás del paisaje muerto, un hombre caminaba enterrando sus botas en la arena. Sonreía. Había reparado en que el mundo confabulaba para que él pudiese fotografiar sin problemas al escorpión cascarudo, una especie que se creía extinta. El hombre se llamaba Ahmed.
En el punto donde confluyen las dunas, hay un pequeño arroyo de escasa extensión, pero muy valioso por su gran profundidad. El pequeño pez había aprendido el arte del escape casi sin saberlo. Hasta la detención del mundo, su vida debería haber terminado en fauces ajenas por lo menos unas tres veces. Esta última, había sido el escape perfecto; su perseguidor era una víbora de río, conocida por su velocidad en las aguas, pero también por su escasa visión en las profundidades, por lo que el pez había aprovechado una incursión profunda para mimetizarse entre las algas del fondo. Lo que nuestro pez nunca supo, es que cuando el mundo tenía movimiento otro ser había estado observándolo muy detenidamente, hasta el punto de memorizar cada uno de sus movimientos.
Ahmed levantó sus binoculares e hizo foco en la enorme águila que permanecía estática en los cielos, su vista no se dificultaba debido a que el águila se interponía levemente entre él y el sol. Bajó los prismáticos y apunto con su cámara de fotos, pero antes de accionarla un golpe estalló en su corazón: había notado que el mundo estaba muerto. Ni siquiera una buena fotografía justificaba la muerte del mundo.
Una brisa había levantado y fue el comienzo. El mundo volvió a girar y el movimiento restituyó la normalidad perdida. Ahmed intentaba inútilmente escalar por las paredes del pozo, pero caía una vez más; la arena seca no permitía aferrarse. Miró hacia arriba casi resignado a morir allí: un águila surcó el cielo. Pudo verla a través del círculo que formaba su trampa en lo alto. No había posibilidad alguna de escapar de allí.
Una criatura parecida a un pulpo pequeño divisaba a su presa justo en el momento en que el águila irrumpió chocando la superficie del agua y tomando al pez con sus garras; se lo llevó como quien se lleva la sortija en un carrusel.
      El pez aún estaba muy vivo, y luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de las garras del águila, que lo transportaba hacia las alturas. No había tiempo, un poco más de presión y su cuerpo débil se vería totalmente desgarrado. El ave lo llevaba directamente hacia el sol.
Un par de prismáticos enterrados en la arena habían salvado a aquel gusano de caer víctima de un escorpión. El arácnido lo había inmovilizado con sus pinzas, pero su aguijón ya no servía, pues había sido utilizado con anterioridad, y en su desesperación, el gusano había dado con el objeto enterrado, estorbando al escorpión y obligándolo a soltar las mordazas. Ahora el horrible gusano caminaba apurado levantando una imperceptible estela de arena a su alrededor, y el escorpión maldecía en silencio haber mal gastado su veneno tan preciado.
En un sitio oscuro de su conocimiento, el águila se dio cuenta de que si pasaba frente al sol el mundo volvería a detenerse, y no podía darse el lujo de que eso suceda: el alimento en el desierto escaseaba y sus pichones gritaban hambrientos en algún punto del desierto. Pero no todo puede caber en la palma de un niño; la distracción le costó muy caro al águila. Fue un segundo inexplicable. El pez caía a toda velocidad. ¡Lo había soltado!
La criatura del río retrocedió y se ocultó en una cueva oscura. Desde allí observaba el comportamiento del río y el de los seres que allí vivían. Tenía muchos ojos que eran espejos; por allí, como si fuesen fraccionadas por el tiempo, pasaban las imágenes de todos los seres del desierto. Allí mismo, en alguna secuencia del infinito, detrás de esas pupilas sin fondo, se reflejaba la eternidad; un escorpión de arena resplandecía. La criatura sabía que la historia iba a cambiar en cualquier momento, y enfocó la retina en el escorpión, que caminaba en una rueda de tiempo, atrapado, para volver a morir.
Para su fortuna, el pez fue a caer justo en un pozo. Allí estaba ahmed que no pudo más que sorprenderse ante el suceso. Esa bola gris acuosa que había caído junto a él era un pequeño pez, y estaba muy lastimado. No sobreviviría, de eso estaba seguro. Pensó en matarlo rápidamente para concluir con su sufrimiento, pero no lo hizo; en cambio lo dejó en un rincón.
El gusano, ávido de felicidad ante la posibilidad de vida que se le ha presentado, llega arrastrándose hasta un gran árbol y muy lentamente empieza a subir por su corteza. Su ritmo es lento, pero constante. No tardará mucho tiempo en llegar hasta una de las ramas más altas que alberga al nido.
Ahmed repara que está enfermo de muerte. Algo se le ha introducido en su sangre, lo siente. Siente a los navegantes alimentarse de sus células. Se sienta y queda así postrado varios minutos, observando, casi como un consuelo, la lenta agonía y el sufrimiento desgarrador del pez, que lucha inútilmente por rasguñar segundos más de vida. Ambos están igual, porque la enfermedad de Ahmed también avanzaba terriblemente. Ya no podía mantenerse en pie. Sólo había una diferencia en aquellos dos seres próximos a la muerte: Ahmed se estaba pudriendo y muriendo por dentro y el pez lo hacía por fuera. ¿Qué veneno se habrá introducido en el cuerpo de Ahmed? Él cree que la respuesta está en alguna parte del mundo.
El pobre águila ha quedado atrapada en un círculo infinito de tiempo, dando vueltas alrededor del pozo infinitas veces. Ya nada podrá cambiar. “Tal vez si lograra volver a poner sombra sobre el sol…”, piensa.

En el final, Ahmed camina por la arena y se encuentra ante un pozo; allí dentro está él muriendo y convirtiéndose en polvo del desierto, en eternidad. Está demasiado ensimismado para …

Sabía que el gusano ya no sería su víctima, tenía que atacar al hombre… y así lo hizo. Clavó todo su aguijón en el pie humano e inyectó todo su veneno, a pesar de que sabía que esto le provocaría a él mismo la muerte.

… reparar en que el escorpión lo mataría. Sólo sintió un agudo pinchazo, y luego calor. Mucho calor.
El pez no podría morir, deberá cargar con la peor mochila: el tiempo y su muerte. Tardaría años en volver a encontrar esa secuencia y poder morir como quisiera; entre tanto, la rueda seguiría girando como una ruleta.

Al llegar a la cima de la rama, el gusano encuentra a los pichones del águila gritando desesperados con sus picos como bocas hambrientas. Es su oportunidad de perdurar. Inyecta el terror en los cuerpitos apenas desarrollados de los  pichones, que no parecen inmutarse. Llevarán el terror hasta sus últimos días.
El águila resigna la vida de sus pichones y desaparece para siempre. El mundo jamás volverá a detenerse sin su sombra.


sábado, 10 de diciembre de 2011

En memoria del General Blackpool




Antes de entrar al cementerio a dejar una flor en la tumba de Robert Blackpool, y de tocar el timbre de la casa de la anciana madre, el vagabundo decidió recordar la conversación que mantuvo con un extraño en el bar, unos minutos antes, cuando decía:


—… es que el sacrificio del General Blackpool no puede sernos indiferente, hombre, ¡Hip! ¿Cuántos soldados ha conocido usted que lo hayan dado todo por su causa como lo hizo él a pesar de ser ninguneado. ¡Hip! Ahora mismo está muerto, caído en combate como no podía ser de otra manera, y nadie sabe de él; sólo vive en el recuerdo de su anciana madre. ¡Hip! —. Dejó el vaso vació para que el mesero lo vuelva llenar de Ginebra y hundió la cabeza en sus manos —Usted que escribe sobre imbéciles asesinos y sexópatas, ¡escriba las memorias de Robert Blackpool! La gloria se lo encarga.
—Señor, ¿qué importancia tan extraordinaria da usted a las palabras? Eso debe dejarlo para nosotros que vivimos de ellas…
—Pero dígame, entonces… ¿Qué son las palabras para usted? —preguntó el vagabundo luchando por sostenerse en piernas.
—Tal vez sean símbolos por medio de los cuales creamos nuestra realidad… pero esto me suena a ficción —, el escritor bebió de su whisky y paseó la mirada por los demás bebedores—. Hace poco escribí sobre un sádico libertino que abusaba de jovencitas limosneras, había cometido graves errores en mi vida, ¿sabe? Pero ninguno como éste, por lo que tuve que dejar mi casa. Temía horrores convertirme en eso. ¿De qué estaba huyendo? ¿De un maldito libro? Y ¿sabe una cosa? Desde que dejé mi casa y frecuento los bares, decenas de jovencitas se me acercan suplicando cualquier cosa a cambio de comida, todas las condiciones apuntan a que me convierta en aquello que creé y odié: en mi personaje, como si todo fuese, de alguna manera, escrito por alguien que me conduce inexorablemente a ello.
El escritor pagó su cuenta y dejó unos cincuenta y seis dólares adicionales sobre la barra.
—Escriba las memorias de Blackpool, se lo suplico, usted lo conoce tan bien como yo. ¡No lo condene al olvido! —. El vagabundo terminó su vaso y lo posó sobre la mesa. Apenas pudiendo modular, agregó— El cielo es azul y el piso es duro ¡Hip! porque alguien lo dijo, y la única guerra que importa a la humanidad es la guerra del discurso…

La anciana que parecía tener cien años abrió la puerta y apareció bajo el dintel. Ya tenía una vaga idea de con qué se iba a encontrar.
—Señora, ¡Hip! vengo a darle mi pésame en el aniversario de la muerte de su hijo, ¡Hip! quisiera saludarla.
—¡Oh! Pero qué amable eres, no se hubiese molestado —, la señora sonreía, perdiendo su mirada en lo alto. Tanteó los harapos del vagabundo y le hizo un gesto para que entre en su casa—. Con semejante frío y usted tan mal arropado, pase y tome una tasa de té caliente. ¿Tiene adonde ir a dormir hoy?
—No quisiera molestarla, señora, ¡Hip! siempre puedo dormir en alguna iglesia o en algún zaguán—. El vagabundo no tardó en reparar que la anciana estaba ciega. De todas formas aceptó la invitación sin mayores reproches.
Allí pasó la noche y despertó en una cama extraña sin recordar mucho lo que había sucedido. La anciana apareció con una bandeja en sus manos.
—Toma Robert, hijo mío, aquí tienes el desayuno, con el café y las tostadas con poco dulce, como a ti tanto te gusta.
Esa misma noche, el General Blackpool se dirigió al bar a beber una copa. Antes de pagar al mesero, conmovió su atención un vagabundo durmiendo en el suelo con un vaso en sus manos. Blackpool le dijo al mesero:
—Permítame pagarle lo que debe ese señor de allí, ¿cuánto es?
—Como usted guste, son cincuenta y seis dólares.
Blackpool pagó, se colocó la boina en su cabeza y se dispuso a salir del antro, pero lo frenó la pregunta del mesero:
—Disculpe la intromisión de mi pregunta, señor, pero… ¿Por qué hace esto?
—No lo sé. Quizás todos terminamos aquí de alguna u otra manera, y algo me dice que ese señor ha hecho mucho por mí.
Blackpool se retiró del bar, sin siquiera sospechar que su historia recién había empezado a escribirse.

El Animista







… cuando llegamos frente a la gran cortina de setos de vegetación y ramas enmarañadas que daba entrada al Valle, tomé mi escopeta con más fuerza y cerré los ojos, a pesar de la oscuridad reinante. La extensa arboleda que nos envolvía apenas permitía filtrar algunos haz de luz, por lo que debíamos avanzar tomando como referencia las sombras de la persona que nos antecedía en la marcha. Ahmed, nuestro guía-jefe, nos indicó que tras las vallas se encontraba el camino verde que conducía a la cabaña donde se recluía El Animista. Juntamos nuestras fuerzas y abrimos un espacio entre las malezas hasta conformar una puerta; un campo de luz invadió nuestra visión y por un momento creí estar completamente ciego. Luego de esos segundos de tensión y silencio, Ahmed continuó hablando:
—… es por eso mismo que no podemos desaprovechar esta oportunidad, ya me ha eludido varias veces cuando creí acecharlo sin escapatoria posible. Pero esto no es cuento, compañeros, este personaje existe de verdad y cuenta con poderes que ni imaginamos…
Ahora el paisaje estaba levemente iluminado por el resplandor lunar, que tornaba grises los contornos de las dunas. Me di vuelta y observé a mis cuatro hombres detrás de mí: eran sombras que modulaban y se movían con sigilo, resguardando cada uno de sus pasos. A pesar de la helada nocturna del desierto, tenía que soplarme las palmas de las manos para que no me transpiraran. Ahmed había logrado ponerme bastante nervioso a pesar de que conocía perfectamente la historia que se le atribuía al místico ladrón de joyas, conocido desde las tribus primitivas como El Animista. Cierto es también que se había convertido en un mito, en una historia que las madres contaban a sus hijos para atemorizarlos y que no escaparan de sus chozas por la noche; otros afirmaban que era una forma de justificar tras los siglos los saqueamientos a los tesoros de las tribus por parte de los conquistadores. Varias generaciones habían ido tras los pasos de El Animista, aventurándose tras las inmensidades del desierto con resultados escalofriantes: muchos terminaban enloqueciendo, otros jamás habían aparecido, dando una fuerza mayor a los poderes del misterioso personaje.
—… las tribus autóctonas se niegan a ayudarnos por temor, ellos creen que El Animista posee la capacidad de dominar la materia a su antojo, creando paisajes falsos y laberintos infinitos de los cuales jamás se regresa. Pero señores, nosotros estamos aquí para hacer historia y terminar de una vez con esto —, seguía monologando Ahmed. Yo ya no lo escuchaba, el silencio reinante produce ciertos letargos de autismo, eso lo sé, como si de repente te durmieras con los ojos abiertos y los paisajes se volvieran apenas discernibles.
A pesar del escepticismo contradictorio de Ahmed y de su intención de alentarnos, él se jactaba de ser uno de los pocos sobrevivientes al contacto con El Animista. Pasaba días enteros contando su experiencia y su frustración al no poder atraparlo; explicaba cómo había logrado sortear las telarañas mentales que entretejía y que desde aquel día, su vida se había encausado en pos del anhelo de atrapar, si es posible con vida, a aquel hechicero impenitente que durantes siglos se había apoderado de las fortunas de los habitantes del Valle.
—… estamos ante un enemigo inaudito, casi absurdo; tenemos por delante la misión más peligrosa de nuestras vidas, señores —. Seguía en voz de líder, capitaneando la marcha Ahmed, erguido en sí mismo y a paso firme— ¡Ya estamos en su territorio, compañeros, estamos en los campos que muchos creen dominados por su enorme mente! ¡Ya no hay vuelta atrás! —, dijo la sombra de Ahmed.
Me inquieté de pronto, como si me despabilara de una pesadilla; detrás de mí seguían las cuatro siluetas, que al ver mi shock también se detuvieron al instante. Detrás de ellos ya no había nada, ni un sólo elemento contrastante al cual tomar como referencia. Podríamos estar convencidos de haber caminado miles, o incluso millones de kilómetros, y aún parecía haber otros millones por delante en la planicie del desierto. Las dunas habían desaparecido.
—Amigos, no teman, Él puede percibir sus temores y materializarlos hasta enloquecerlos; no hagan caso a lo que ven sus ojos, ni a lo que oyen sus oídos; aquí no existen los sentidos ni las emociones. Si sienten terror es porque Su Mente lo ordena, ése es el enorme poder de El Animista, compañeros. Su fortaleza espiritual y mental están en juego. Espero estén a la altura de las circunstancias y puedan, como yo algún día lo hice, lograr…
En ese momento comencé a odiar a Ahmed. Estaba loco y nos había arrastrado a su locura a mis hombres y a mí con su discurso farsante y mitómano. Le quité el seguro a mi rifle y apunté disimuladamente a la espalda de Ahmed, mientras éste continuaba su perorata:
—… ¡Bienvenidos al abismo de su mente! ¡Ja! ¡Díganme que ven lo mismo que yo! ¡Allí es, compañeros, allí está el escondite de El Animista! —, a lo lejos se divisaba una extraña cabaña de piedras.
“¿Podríamos estar perdidos y ser prisioneros de nuestra propia mente? ¿Podría El Animista no ser otra cosa que nosotros mismos?”, pensé. “Esa cabaña no está allí, se encuentra a miles de kilómetros de distancia y nuestros ojos jamás podrían visualizarla”.
Furioso disparé a la espalda de Ahmed, que cayó de bruces, muerto; me acerqué y volví a disparar para asegurarme. Mis compañeros-siluetas ni se inmutaron.
Miré a mi alrededor y sentí terror, la cabaña seguía allí en un punto inmóvil, como suspendida en el tiempo; la inmensidad era asfixiante, no había a dónde ir.
—No nos queda más remedio que intentar ir a esa choza que vemos allí a lo lejos. Puede ser nuestra única salvación —, dije, aunque sospechaba que nos llevaría años llegar hasta allí.
Una de las sombras se me acercó a centímetros del rostro:
—Jefe, ¿por qué nos trajo hasta aquí?... usted nos atrapó. Usted nos atrapó a todos.